Tras décadas de injusto bloqueo institucional, la izquierda mexicana ha llegado finalmente al gobierno. En su primer discurso como presidente, Andrés Manuel López Obrador ha señalado reiteradamente al supuesto culpable histórico de la difícil situación actual: las políticas neoliberales que se han venido implantando desde la crisis de deuda de 1982. Al neoliberalismo se le achaca, principalmente, el aumento de la desigualdad, de la violencia, de la corrupción, así como el crecimiento mediocre de la economía. La nostalgia del presidente por la época de los consensos keynesianos es, de hecho, ampliamente compartida por gran parte de la opinión pública mexicana. Recientemente, en una encuesta internacional sobre percepciones históricas, México se posicionó como uno de los países más pesimistas del mundo ante la pregunta: “¿Cree que en su país se vive mejor o peor que hace cincuenta años?”
Sin embargo, la voluntad de ruptura de López Obrador con el fin del neoliberalismo no siempre resulta del todo clara. En sus discursos, las condenas al neoliberalismo conviven con varias promesas de respeto a la actual ortodoxia económica. Entre estas, destacan las de no incurrir en déficits presupuestarios y de no subir impuestos, ni siquiera a las rentas más altas. Sin duda, la crítica situación que hereda el nuevo presidente ayuda a justificar parcialmente estas posturas. Mientras no disminuya el insostenible nivel de corrupción que impera en el país, resulta políticamente complicado abogar por aumentos de impuestos. Algo parecido ocurre con los déficits presupuestarios. Los últimos gobiernos han aumentado muy significativamente el nivel de deuda externa sin que este incremento se haya traducido en una gran inversión pública ni en un freno a la tendencia general al empobrecimiento. Según un informe de la Organización Internacional del Trabajo, México es el único país del G-20 en el que los salarios reales descendieron entre 2008 y 2017.
Los aspectos más progresistas del discurso de López Obrador consisten en varias promesas de aumento del gasto público en educación, sanidad y pensiones. En el caso de los mayores, existe la promesa de universalizar una pensión de poco más de 50 dólares al mes. También se ha anunciado la creación de más de dos millones de puestos de trabajo público temporal para jóvenes que quieran aprender un oficio, con salarios de casi 200 dólares mensuales.
Para superar el carácter aparentemente contradictorio de su programa económico, la izquierda mexicana confía en dos factores. El primero depende de los resultados de la lucha contra la corrupción. Los inmensos recursos que actualmente se pierden por culpa de la delincuencia política deberían ayudar a aumentar sustancialmente el gasto social sin necesidad de subir los impuestos. El otro gran mecanismo sería, obviamente, el impulso al crecimiento económico. Si el programa de inversión en infraestructura y de aumento del poder adquisitivo de las clases populares tiene el éxito esperado, la economía mexicana podría experimentar un fuerte crecimiento, lo que, a su vez, actuaría como el lubricante necesario para mantener unida a la amplia coalición de intereses sociales que intenta representar el nuevo gobierno.
Por otra parte, el desfavorable contexto internacional –auge de la extrema derecha, neomercantilismo trumpiano, crisis de la izquierda latinoamericana y amenaza de una nueva recesión económica mundial– invita a reforzar las inclinaciones moderadas del nuevo gobierno. Aun sin decirlo abiertamente, la estrategia de la izquierda mexicana parte del humilde reconocimiento de que, hoy por hoy, no se conoce un camino fácil para transitar desde el neoliberalismo a un nuevo modelo económico más justo y equitativo.
Con todo, hay un aspecto esencial en el planteamiento político del nuevo presidente que sí implica una evidente ruptura con la práctica neoliberal de las últimas décadas. A fin de cuentas, las incongruencias de la izquierda mexicana en política económica no son mayores que las de la derecha. Más que como un cuerpo coherente de ideas económicas, hay que entender al neoliberalismo como un movimiento político que logró modificar el pacto social posterior a la Segunda Guerra Mundial, elevando el control de la inflación en detrimento del pleno empleo como la prioridad del nuevo consenso capitalista. Se trata, en esencia, de la victoria de un proyecto de clase. Prueba de ello es que sus racionalizaciones económicas se suelen englobar en la llamada trickle-down economics (“la economía del goteo”), es decir, en la idea de que la mejor manera de promover la prosperidad general consiste en orientar la intervención del Estado a la protección de los intereses de los más ricos, ya sea con rebajas de impuestos o con la promesa implícita de rescates financieros con dinero público. Al final, se dice, la riqueza acabará “goteando” hacia los de abajo. Ante esta lógica, la gran consigna de López Obrador no puede ser más antagónica: “Por el bien de todos, primero los pobres”. Y de ahí, quizás, el principal motivo de pánico racional entre ciertas élites mexicanas: la sospecha de que si el programa moderado y interclasista de López Obrador no funciona, si el incremento de expectativas de cambio abre el camino a la frustración y a una proliferación de conflictos políticos y laborales, el nuevo presidente probablemente priorizará su lealtad con las clases populares antes que permitir el surgimiento de un Bolsonaro mexicano. Todo un escenario de terror para los que, hasta la fecha, han actuado como si la defensa de la “prudencia macroeconómica” de México fuera un objetivo mucho más importante que intentar poner fin a la descomposición social, el hambre y los baños de sangre de los últimos tiempos.
Los aspectos más progresistas del discurso de López Obrador consisten en varias promesas de aumento del gasto público en educación, sanidad y pensiones. En el caso de los mayores, existe la promesa de universalizar una pensión de poco más de 50 dólares al mes. También se ha anunciado la creación de más de dos millones de puestos de trabajo público temporal para jóvenes que quieran aprender un oficio, con salarios de casi 200 dólares mensuales.
Para superar el carácter aparentemente contradictorio de su programa económico, la izquierda mexicana confía en dos factores. El primero depende de los resultados de la lucha contra la corrupción. Los inmensos recursos que actualmente se pierden por culpa de la delincuencia política deberían ayudar a aumentar sustancialmente el gasto social sin necesidad de subir los impuestos. El otro gran mecanismo sería, obviamente, el impulso al crecimiento económico. Si el programa de inversión en infraestructura y de aumento del poder adquisitivo de las clases populares tiene el éxito esperado, la economía mexicana podría experimentar un fuerte crecimiento, lo que, a su vez, actuaría como el lubricante necesario para mantener unida a la amplia coalición de intereses sociales que intenta representar el nuevo gobierno.
Por otra parte, el desfavorable contexto internacional –auge de la extrema derecha, neomercantilismo trumpiano, crisis de la izquierda latinoamericana y amenaza de una nueva recesión económica mundial– invita a reforzar las inclinaciones moderadas del nuevo gobierno. Aun sin decirlo abiertamente, la estrategia de la izquierda mexicana parte del humilde reconocimiento de que, hoy por hoy, no se conoce un camino fácil para transitar desde el neoliberalismo a un nuevo modelo económico más justo y equitativo.
Con todo, hay un aspecto esencial en el planteamiento político del nuevo presidente que sí implica una evidente ruptura con la práctica neoliberal de las últimas décadas. A fin de cuentas, las incongruencias de la izquierda mexicana en política económica no son mayores que las de la derecha. Más que como un cuerpo coherente de ideas económicas, hay que entender al neoliberalismo como un movimiento político que logró modificar el pacto social posterior a la Segunda Guerra Mundial, elevando el control de la inflación en detrimento del pleno empleo como la prioridad del nuevo consenso capitalista. Se trata, en esencia, de la victoria de un proyecto de clase. Prueba de ello es que sus racionalizaciones económicas se suelen englobar en la llamada trickle-down economics (“la economía del goteo”), es decir, en la idea de que la mejor manera de promover la prosperidad general consiste en orientar la intervención del Estado a la protección de los intereses de los más ricos, ya sea con rebajas de impuestos o con la promesa implícita de rescates financieros con dinero público. Al final, se dice, la riqueza acabará “goteando” hacia los de abajo. Ante esta lógica, la gran consigna de López Obrador no puede ser más antagónica: “Por el bien de todos, primero los pobres”. Y de ahí, quizás, el principal motivo de pánico racional entre ciertas élites mexicanas: la sospecha de que si el programa moderado y interclasista de López Obrador no funciona, si el incremento de expectativas de cambio abre el camino a la frustración y a una proliferación de conflictos políticos y laborales, el nuevo presidente probablemente priorizará su lealtad con las clases populares antes que permitir el surgimiento de un Bolsonaro mexicano. Todo un escenario de terror para los que, hasta la fecha, han actuado como si la defensa de la “prudencia macroeconómica” de México fuera un objetivo mucho más importante que intentar poner fin a la descomposición social, el hambre y los baños de sangre de los últimos tiempos.