domingo, diciembre 02, 2018

¿ADIÓS AL NEOLIBERALISMO EN MÉXICO?

Tras décadas de injusto bloqueo institucional, la izquierda mexicana ha llegado finalmente al gobierno. En su primer discurso como presidente, Andrés Manuel López Obrador ha señalado reiteradamente al supuesto culpable histórico de la difícil situación actual: las políticas neoliberales que se han venido implantando desde la crisis de deuda de 1982. Al neoliberalismo se le achaca, principalmente, el aumento de la desigualdad, de la violencia, de la corrupción, así como el crecimiento mediocre de la economía. La nostalgia del presidente por la época de los consensos keynesianos es, de hecho, ampliamente compartida por gran parte de la opinión pública mexicana. Recientemente, en una encuesta internacional sobre percepciones históricas, México se posicionó como uno de los países más pesimistas del mundo ante la pregunta: “¿Cree que en su país se vive mejor o peor que hace cincuenta años?

Sin embargo, la voluntad de ruptura de López Obrador con el fin del neoliberalismo no siempre resulta del todo clara. En sus discursos, las condenas al neoliberalismo conviven con varias promesas de respeto a la actual ortodoxia económica. Entre estas, destacan las de no incurrir en déficits presupuestarios y de no subir impuestos, ni siquiera a las rentas más altas. Sin duda, la crítica situación que hereda el nuevo presidente ayuda a justificar parcialmente estas posturas. Mientras no disminuya el insostenible nivel de corrupción que impera en el país, resulta políticamente complicado abogar por aumentos de impuestos. Algo parecido ocurre con los déficits presupuestarios. Los últimos gobiernos han aumentado muy significativamente el nivel de deuda externa sin que este incremento se haya traducido en una gran inversión pública ni en un freno a la tendencia general al empobrecimiento. Según un informe de la Organización Internacional del Trabajo, México es el único país del G-20 en el que los salarios reales descendieron entre 2008 y 2017.

Los aspectos más progresistas del discurso de López Obrador consisten en varias promesas de aumento del gasto público en educación, sanidad y pensiones. En el caso de los mayores, existe la promesa de universalizar una pensión de poco más de 50 dólares al mes. También se ha anunciado la creación de más de dos millones de puestos de trabajo público temporal para jóvenes que quieran aprender un oficio, con salarios de casi 200 dólares mensuales.

Para superar el carácter aparentemente contradictorio de su programa económico, la izquierda mexicana confía en dos factores. El primero depende de los resultados de la lucha contra la corrupción. Los inmensos recursos que actualmente se pierden por culpa de la delincuencia política deberían ayudar a aumentar sustancialmente el gasto social sin necesidad de subir los impuestos. El otro gran mecanismo sería, obviamente, el impulso al crecimiento económico. Si el programa de inversión en infraestructura y de aumento del poder adquisitivo de las clases populares tiene el éxito esperado, la economía mexicana podría experimentar un fuerte crecimiento, lo que, a su vez, actuaría como el lubricante necesario para mantener unida a la amplia coalición de intereses sociales que intenta representar el nuevo gobierno.

Por otra parte, el desfavorable contexto internacional –auge de la extrema derecha, neomercantilismo trumpiano, crisis de la izquierda latinoamericana y amenaza de una nueva recesión económica mundial– invita a reforzar las inclinaciones moderadas del nuevo gobierno. Aun sin decirlo abiertamente, la estrategia de la izquierda mexicana parte del humilde reconocimiento de que, hoy por hoy, no se conoce un camino fácil para transitar desde el neoliberalismo a un nuevo modelo económico más justo y equitativo. 

Con todo, hay un aspecto esencial en el planteamiento político del nuevo presidente que sí implica una evidente ruptura con la práctica neoliberal de las últimas décadas. A fin de cuentas, las incongruencias de la izquierda mexicana en política económica no son mayores que las de la derecha. Más que como un cuerpo coherente de ideas económicas, hay que entender al neoliberalismo como un movimiento político que logró modificar el pacto social posterior a la Segunda Guerra Mundial, elevando el control de la inflación en detrimento del pleno empleo como la prioridad del nuevo consenso capitalista. Se trata, en esencia, de la victoria de un proyecto de clase. Prueba de ello es que sus racionalizaciones económicas se suelen englobar en la llamada trickle-down economics (la economía del goteo), es decir, en la idea de que la mejor manera de promover la prosperidad general consiste en orientar la intervención del Estado a la protección de los intereses de los más ricos, ya sea con rebajas de impuestos o con la promesa implícita de rescates financieros con dinero público. Al final, se dice, la riqueza acabará “goteando” hacia los de abajo. Ante esta lógica, la gran consigna de López Obrador no puede ser más antagónica: “Por el bien de todos, primero los pobres”. Y de ahí, quizás, el principal motivo de pánico racional entre ciertas élites mexicanas: la sospecha de que si el programa moderado y interclasista de López Obrador no funciona, si el incremento de expectativas de cambio abre el camino a la frustración y a una proliferación de conflictos políticos y laborales, el nuevo presidente probablemente priorizará su lealtad con las clases populares antes que permitir el surgimiento de un Bolsonaro mexicano. Todo un escenario de terror para los que, hasta la fecha, han actuado como si la defensa de la “prudencia macroeconómica” de México fuera un objetivo mucho más importante que intentar poner fin a la descomposición social, el hambre y los baños de sangre de los últimos tiempos.


domingo, noviembre 25, 2018

JOSEP BORRELL Y LA JAULA DE LEÓN

Josep Borrell, es, hoy por hoy, uno de los personajes más notorios de la política española. A sus 71 años, acumula una larga trayectoria como diputado en el Congreso, secretario de Estado y ministro con Felipe González, y eurodiputado en Estrasburgo. Más allá de su longevidad como político profesional, en la carrera de Borrell destaca un episodio de innegable —aunque efímera— épica: su meritoria e inesperada victoria electoral en las primarias del PSOE de 1998, en contra del aparato del partido y con un programa aparentemente a la izquierda de los discursos de “Tercera Vía” que dominaban la socialdemocracia europea de los noventa. Coherente con su pasado, Borrell fue uno de los pocos veteranos socialistas que salió en defensa de Pedro Sánchez cuando este fue defenestrado por la cúpula del PSOE en octubre de 2016. 

Sin embargo, su regreso a la primera línea de la política como jefe de la diplomacia española tiene que ver, principalmente, con el auge del independentismo en Cataluña. Ante la creciente polarización identitaria, las credenciales antisecesionistas de Borrell han adquirido un nuevo valor. Entre los socialistas catalanes, la intensidad de su tono visceralmente beligerante no tiene rival. Además, la sorprendente combinación de retórica jacobina, adhesión a la monarquía española y rechazo a las propuestas de mayor federalismo han reforzado su imagen como una figura independiente, ajena a los consensos de su propia tradición política. 

Recientemente, la fama de Borrell como maverick progresista del PSOE ha recibido un duro golpe por un escándalo de corrupción de dimensiones relativamente modestas: deberá pagar una multa por haber vendido acciones de la compañía Abengoa –por valor de 9.030 euros– con información privilegiada. Otros episodios recientes también han proyectado sombras sobre su presunta gran inteligencia. En noviembre de 2016, Borrell –exsecretario de Estado de Hacienda– denunció una pérdida de 150.000 euros tras haber confiado parte de sus ahorros a unos falsos brokers con los que había contactado vía internet. Además, en febrero del mismo año, el político socialista relató una significativa anécdota sobre las negociaciones para la entrada de España en la moneda única europea. Según explicó el propio Borrell en un programa de la Cadena SER, un funcionario alemán había intentado alertar al equipo negociador español de los peligros que implicaba la renuncia a la soberanía monetaria para una economía como la de España, con una metáfora muy clara: “Van a entrar en la jaula del león, vamos a cerrar la puerta y vamos a tirar la llave al río”. Sus advertencias fueron ignoradas. Lamentablemente, parece que a Borrell se le escapó por completo la analogía histórica con la “jaula de oro”, el famoso apodo con el que Keynes arremetió contra el patrón oro y el insoportable y prolongado sufrimiento que la pertenencia a este sistema monetario exigía en la fase descendente del ciclo económico. 

Siendo justos, la ceguera intelectual de Borrell ante las previsibles consecuencias de la unión monetaria estaba muy extendida. Existía entonces un amplio consenso en juzgar cualquier paso hacia una mayor integración europea como algo intrínsecamente positivo para la economía y la democracia españolas. En la actualidad, en cambio, abundan las voces que cuestionan la consigna de “Más Europa” como la panacea a todos los males. A la izquierda del PSOE, en Podemos e Izquierda Unida, incluso se insinúan posturas que abogan por abandonar una adhesión incondicional a los tratados europeos, en una línea parecida a lo que ya propugna la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon. Sin duda, ahora que se acercan las elecciones europeas, cabe esperar que la izquierda actualice su discurso sobre la UE a partir de la experiencia acumulada desde las elecciones de 2014. ¿Qué lección hay que sacar del tercer rescate griego? ¿Qué responsabilidad tiene la UE por el auge de la extrema derecha? ¿Cuál ha sido la reacción de las instituciones europeas ante el deterioro de las libertades civiles en España? Si no se hace el esfuerzo de intentar responder a estas incómodas preguntas, se corre el riesgo de reciclar acríticamente el contenido de las últimas campañas electorales, como si la izquierda española hubiera quedado atrapada en una jaula de consignas vacías, incapaz de dialogar con el pasado más reciente.

miércoles, noviembre 07, 2018

DEMOCRACIA Y GRAN DEPRESIÓN

El 10 de noviembre de 1937 Brasil protagonizó una noticia alarmante. El presidente, Getúlio Vargas, dio un autogolpe e instauró el Estado Novo, de inequívocas resonancias fascistas. La relación entre afinidades ideológicas y alianzas geopolíticas nunca ha sido automática, pero la inestabilidad del contexto mundial hacía pensar lo peor, especialmente en Washington. La perspectiva de que un país tan importante como Brasil pudiera aliarse con Roma y Berlín invitaba a la Administración Roosevelt a replantearse el conjunto de su política exterior, basada, en aquellos años, en un precario equilibrio entre la herencia unilateralista de las Administraciones republicanas de los años veinte y la llamada Política de Buen Vecino hacia América Latina. Medio año después, la dura represión de Vargas contra la revuelta de los integralistas –los auténticos fascistas brasileños– ayudó a mejorar la imagen exterior del régimen brasileño, pero la percepción de que Hitler y Mussolini tenían planes expansionistas para el continente americano ya no desaparecería. 

Recientemente, la victoria de un candidato de ultraderecha en Brasil ha vuelto a provocar una fuerte conmoción mundial. La presencia de elementos de extrema derecha en importantes gobiernos de Europa, América Latina e incluso en la Casa Blanca ha generado una comprensible aprensión por el rumbo de la política mundial. Para encontrar una situación histórica parecida, con una extrema derecha tan pujante, habría que remontarse a la época de la Gran Depresión. La analogía tiene sentido, especialmente porque, al igual que en los años treinta, la Gran Recesión se ha ramificado en una triple crisis: económica, política y de relaciones internacionales. Durante la Gran Depresión, la debacle económica provocó una crisis de representatividad política, que pronto derivó en un descenso de popularidad de la democracia y en una progresiva disminución del número de regímenes democráticos. A su vez, la crisis geopolítica se fue agudizando por la política de appeasement (apaciguamiento) de las grandes democracias imperiales ante los atrevidos desafíos de Roma, Berlín y Tokio. Actualmente, con Trump en guerra abierta contra varios medios de comunicación y con un nostálgico de la dictadura militar como presidente electo de Brasil, las reflexiones sobre la crisis de la democracia han cobrado un nuevo sentido. Por otro lado, la guerra comercial entre Estados Unidos y China, las tensiones con la Rusia de Putin y el distanciamiento entre Washington y sus aliados europeos dan razones para pensar que nos encontramos en un momento crítico para el orden geopolítico actual. 

Obviamente, también abundan diferencias significativas entre ambas épocas. Entre las más evidentes, cabe destacar la distancia abismal entre Franklin D. Roosevelt y el actual inquilino de la Casa Blanca. De hecho, la ausencia de un político como Roosevelt nos puede ayudar a entender algunos de los problemas que sufre el campo democrático y progresista en la última década. Más allá de sus cualidades como político pragmático y realista, hay que entender la figura de Roosevelt en función de su ambiciosa misión histórica, que, tal y como él mismo la entendía, consistía en nada menos que renovar el ideal democrático, dotando al Estado de la capacidad para domesticar al capitalismo y salvarlo así de sus propias tendencias destructivas. En un contexto ideológico muy competitivo, en el que los proclamados éxitos del fascismo y el estalinismo arrinconaban a la democracia liberal como un sistema aparentemente anticuado y paralizante, el New Deal de Roosevelt quería demostrar que se podía lograr la recuperación económica y la reducción de las desigualdades sociales sin tener que renunciar a la democracia. 

Su ambición política se mezclaba con principios políticos elementales, de gran flexibilidad, como la voluntad de experimentar en política económica y de renovar radicalmente la tradición democrática. Entre otras medidas iconoclastas, Roosevelt se saltó el tradicional límite de mandatos que databa de los tiempos de Washington y Jefferson, presentándose y ganando en cuatro elecciones presidenciales consecutivas. También planteó una dura batalla contra el Tribunal Supremo por su constante obstruccionismo antisocial. En política económica, el presidente norteamericano no tuvo reparos en adoptar medidas protokeynesianas que escandalizaron a las élites biempensantes de su época: incurrió en permanentes déficits presupuestarios, reguló el sector bancario y estableció un programa masivo de empleo público temporal. A pesar de su dilatada trayectoria como internacionalista wilsoniano, en varias ocasiones se inclinó por medidas de nacionalismo económico, como cuando abandonó el sistema monetario internacional basado en el patrón oro y boicoteó deliberadamente la Conferencia Económica Mundial de Londres en el verano de 1933. 

En su momento, el presidente tuvo que lidiar con el auge del populismo de derechas, liderado por figuras mediáticas como el excéntrico gobernador de Luisana, Huey Long, que prometía un plan para proporcionar a cada estadounidense un automóvil, un aparato de radio y una casa de 5.000 dólares, o el padre Charles Coughlin, un cura católico que combinaba ataques contra “los judíos de Wall Street” con el apoyo a propuestas de estímulo monetario como la libre acuñación de plata. Ante la presión de estos grupos, en 1935 el presidente norteamericano optó por dar su famoso “giro a la izquierda” e impulsó la Ley de Seguridad Social, el pilar legislativo sobre el que se desarrollaría posteriormente el Estado del Bienestar moderno. Para salvar la democracia, Roosevelt no dudó en sacrificar los fetiches de la ortodoxia económica, disputando al populismo derechista sus intentos de monopolizar el descontento social. Toda una lección para los que, hoy en día, pretenden defender la democracia sin cuestionar los dogmas económicos que han catapultado a sus peores enemigos.