miércoles, noviembre 07, 2018

DEMOCRACIA Y GRAN DEPRESIÓN

El 10 de noviembre de 1937 Brasil protagonizó una noticia alarmante. El presidente, Getúlio Vargas, dio un autogolpe e instauró el Estado Novo, de inequívocas resonancias fascistas. La relación entre afinidades ideológicas y alianzas geopolíticas nunca ha sido automática, pero la inestabilidad del contexto mundial hacía pensar lo peor, especialmente en Washington. La perspectiva de que un país tan importante como Brasil pudiera aliarse con Roma y Berlín invitaba a la Administración Roosevelt a replantearse el conjunto de su política exterior, basada, en aquellos años, en un precario equilibrio entre la herencia unilateralista de las Administraciones republicanas de los años veinte y la llamada Política de Buen Vecino hacia América Latina. Medio año después, la dura represión de Vargas contra la revuelta de los integralistas –los auténticos fascistas brasileños– ayudó a mejorar la imagen exterior del régimen brasileño, pero la percepción de que Hitler y Mussolini tenían planes expansionistas para el continente americano ya no desaparecería. 

Recientemente, la victoria de un candidato de ultraderecha en Brasil ha vuelto a provocar una fuerte conmoción mundial. La presencia de elementos de extrema derecha en importantes gobiernos de Europa, América Latina e incluso en la Casa Blanca ha generado una comprensible aprensión por el rumbo de la política mundial. Para encontrar una situación histórica parecida, con una extrema derecha tan pujante, habría que remontarse a la época de la Gran Depresión. La analogía tiene sentido, especialmente porque, al igual que en los años treinta, la Gran Recesión se ha ramificado en una triple crisis: económica, política y de relaciones internacionales. Durante la Gran Depresión, la debacle económica provocó una crisis de representatividad política, que pronto derivó en un descenso de popularidad de la democracia y en una progresiva disminución del número de regímenes democráticos. A su vez, la crisis geopolítica se fue agudizando por la política de appeasement (apaciguamiento) de las grandes democracias imperiales ante los atrevidos desafíos de Roma, Berlín y Tokio. Actualmente, con Trump en guerra abierta contra varios medios de comunicación y con un nostálgico de la dictadura militar como presidente electo de Brasil, las reflexiones sobre la crisis de la democracia han cobrado un nuevo sentido. Por otro lado, la guerra comercial entre Estados Unidos y China, las tensiones con la Rusia de Putin y el distanciamiento entre Washington y sus aliados europeos dan razones para pensar que nos encontramos en un momento crítico para el orden geopolítico actual. 

Obviamente, también abundan diferencias significativas entre ambas épocas. Entre las más evidentes, cabe destacar la distancia abismal entre Franklin D. Roosevelt y el actual inquilino de la Casa Blanca. De hecho, la ausencia de un político como Roosevelt nos puede ayudar a entender algunos de los problemas que sufre el campo democrático y progresista en la última década. Más allá de sus cualidades como político pragmático y realista, hay que entender la figura de Roosevelt en función de su ambiciosa misión histórica, que, tal y como él mismo la entendía, consistía en nada menos que renovar el ideal democrático, dotando al Estado de la capacidad para domesticar al capitalismo y salvarlo así de sus propias tendencias destructivas. En un contexto ideológico muy competitivo, en el que los proclamados éxitos del fascismo y el estalinismo arrinconaban a la democracia liberal como un sistema aparentemente anticuado y paralizante, el New Deal de Roosevelt quería demostrar que se podía lograr la recuperación económica y la reducción de las desigualdades sociales sin tener que renunciar a la democracia. 

Su ambición política se mezclaba con principios políticos elementales, de gran flexibilidad, como la voluntad de experimentar en política económica y de renovar radicalmente la tradición democrática. Entre otras medidas iconoclastas, Roosevelt se saltó el tradicional límite de mandatos que databa de los tiempos de Washington y Jefferson, presentándose y ganando en cuatro elecciones presidenciales consecutivas. También planteó una dura batalla contra el Tribunal Supremo por su constante obstruccionismo antisocial. En política económica, el presidente norteamericano no tuvo reparos en adoptar medidas protokeynesianas que escandalizaron a las élites biempensantes de su época: incurrió en permanentes déficits presupuestarios, reguló el sector bancario y estableció un programa masivo de empleo público temporal. A pesar de su dilatada trayectoria como internacionalista wilsoniano, en varias ocasiones se inclinó por medidas de nacionalismo económico, como cuando abandonó el sistema monetario internacional basado en el patrón oro y boicoteó deliberadamente la Conferencia Económica Mundial de Londres en el verano de 1933. 

En su momento, el presidente tuvo que lidiar con el auge del populismo de derechas, liderado por figuras mediáticas como el excéntrico gobernador de Luisana, Huey Long, que prometía un plan para proporcionar a cada estadounidense un automóvil, un aparato de radio y una casa de 5.000 dólares, o el padre Charles Coughlin, un cura católico que combinaba ataques contra “los judíos de Wall Street” con el apoyo a propuestas de estímulo monetario como la libre acuñación de plata. Ante la presión de estos grupos, en 1935 el presidente norteamericano optó por dar su famoso “giro a la izquierda” e impulsó la Ley de Seguridad Social, el pilar legislativo sobre el que se desarrollaría posteriormente el Estado del Bienestar moderno. Para salvar la democracia, Roosevelt no dudó en sacrificar los fetiches de la ortodoxia económica, disputando al populismo derechista sus intentos de monopolizar el descontento social. Toda una lección para los que, hoy en día, pretenden defender la democracia sin cuestionar los dogmas económicos que han catapultado a sus peores enemigos.